Esta mañana fuimos a ver una nueva casa. La agente inmobiliaria, que debió de ir al cole con Gagarin y Tereskova, no se aclara con las cuentas y nos dice que podemos comprarla por un millón de coronas estonias. Y eso que el euro es la moneda oficial desde el uno de enero…
El día está nublado y una leve llovizna derrite la nieve poco a poco. Hace frío y las calles están llenas de nieblas. Como salida de un cuadro de Van Gogh, entre la tiniebla surge una construcción de ladrillo rodeada de árboles retorcidos. Un gran perro negro nos ladra desde el jardín. Está encadenado. Odio los perros grandes.
Un ruso con bigote, gordo y bajito, nos abre la puerta de la valla de madera que circunda el terreno. Entramos a sus dominios. Calla al animal con un “jaroshe sabaka” (perro bueno) y nos acompaña al interior. Los hornillos de la cocina son de cuando Krushev hizo la mili, el papel de las paredes debe ser “bermellón zarista” y, a juzgar por el aspecto de los muebles, el cadáver de Tolstoi puede encontrarse oculto en cualquier cajón. Sin embargo, el conjunto es decadentemente encantador. Tiene chimenea y está calentita. “Con eso me basta” pienso.
Tiene dos hornos microondas, uno de ellos en una pequeña habitación-almacén llena de tocones de madera, palanganas de plástico y una lavadora.
Salimos al jardín. El perro vuelve a ladrar. El ruso no para de hablarme. Yo le sonrío. Nos lleva a otro edificio, este de madera. La sauna. Allí está también la ducha. Le gasto una broma y le pregunto que si es su “dacha”, refiriéndome a las casas de verano de los altos cargos de la desaparecida URSS. Creo que no lo pilla. En la misma construcción hay una salita de estar muy coqueta y una gran chimenea.
Quedan por visitar todavía otras dos construcciones. Una especie de cuarto de las herramientas, destartalado pero funcional, y un edificio de planta regular con pinta de aserradero canadiense que es una especie de aserradero personal donde el tipo corta troncos para prender en las chimeneas en invierno. Me sigue hablando en ruso. Le digo que no lo hablo muy bien, que soy español.
Ahhh. ¡Español!Le entiendo que estuvo en Barcelona y en Las Palmas. Le respondo que en Las Palmas hay muchos rusos. Y es que era el puerto favorito de la flota soviética en sus escalas hacia África o América.” ¿Será marinero?”, me pregunto.
Cuando hemos vuelto junto al coche, pregunto por los árboles. Me dice la agente que son cerezos y manzanos. Y es que aquí mi amigo ruso tiene más de mil metros cuadrados de terrenito en la casa.
El ruso me llama desde detrás de la valla. Me acerco y me pasa un recipiente de plástico que colgaba de uno de los árboles. Está casi lleno de un líquido transparente. ¿Agua? ¿Vodka?
“Savia de arce”, me avisa mi prometida.
Lo bebo y es dulce, pero de in dulzor muy leve. Me gusta.
“Ochen jarashó, spasiba”, le agradezco al Iván.
Nos volvemos a casa caminando entre la niebla, rodeados de islas de nieve que se funden a cámara lenta sobre las ruinosas aceras.
“-¿Cuánto es un millón de coronas estonias?”
“-No lo sé, te lo digo cuando lleguemos a casa.”